lunes, 18 de noviembre de 2013

Isabella


Dos lágrimas recorren mis mejillas, lunes por la mañana y ni siquiera es mediodía. Acabo de empaquetar las Berenjenas especiadas en una fiambrera y el sencillo, a la par que magnífico, aroma de la hortaliza a cardamomo y cúrcuma me transporta a una cocina de patio interior, pequeña y oscura en la que nunca se apagaban los fogones. No es la habitación la que provoca mi recuerdo, es más, en mi memoria siempre es mucho más grande, el universo concentrado en una cocina de apenas ocho metros cuadrados no es mágico por el espacio donde está ubicado, es más cosa de quien lo habitó durante toda mi infancia y gran parte de la adolescencia.

Estoy hablando de una mujer que no puedo recordar sin una quemadura, un corte, con una maraña de rizos canosos, dos mil arrugas y muchos, nunca he sabido cuantos, kilos de más. Parca en palabras, dura de mollera y de espíritu, educada sin madre a base de los palos que da la vida. Viuda dos veces, madre de cuatro y abuela, sobre todo ABUELA de nueve que se quedaron en ocho.

Y la recuerdo, la recuerdo en cada gesto que me acerca a la cocina, cuando las niñas de mi edad jugaban con plastelina, la que suscribe hacía figuritas con la masa de sus empanadas o de sus cocarrois y escuchaba, atendía a aquella voz quebrada que pocas veces le daba por reír y que daba lecciones sin apuntes, sin recetas por escrito, sin recuerdos con los que llenar los vacíos de su relato, quizá porque el dolor hubiera amargado el guiso y si hay algo que ella sabía hacer era cocinar.

La creatividad de la saga familiar, esa que toca el bajo en un grupo de rock, la misma que pinta abstractos con restos de pegamento, la que teclea, la que cosía... como el extraño pico del nacimiento del cabello de la frente común en mi padre, mi prima, mi padrino o yo misma... es parte de una herencia que no hemos tenido que educar gracias a ella.

La misma que levantaba sus ochenta y dos primaveras a las siete de la mañana para ser la primera en el Mercado de Pere Garau, llenando el carro de las primeras verduras, carne y pescado de los puestos para convertirlos en: Garbanzos con tomate, Berenjenas rellenas, Calamares fritos, filetes con patatas y aquella salsa de tomate espesa y dulce (con un misterio que sólo el azúcar podía resolver) que le colaba a mi primo Eduardo como "Catsup" porque en su casa no entraba un plato precocinado si ella podía evitarlo, no fuera a ser que su nieto comiera algo "con polvos". Para que los miércoles, el día que coincidíamos la mayoría de sus nietos en horario, cada uno se deleitase con su plato favorito de aquella mano que sabía que la felicidad entraba por la boca y se abría paso hasta nuestros corazones quedando allí para siempre, como así quedó en mi memoria.

Isabel García Coy no vivió eternamente, se fue una mañana de abril hace casi una década, dejando un hueco que sólo puedo llenar cocinando como ella me enseñó, poniendo todo el cariño en cada plato, llenándome de quemaduras y de cortes, para que cada olor me transporte a su cocina, a la memoria de una infancia plagada de pequeños grandes momentos que la convirtieron en ese recuerdo que muchas veces me hace temblar cuando la evoco, de pura emoción.

Los años me han enseñado que no se puede negar hasta que llega el punto final, negué tantas cosas que luego vinieron que no niego una maternidad que no existe ni siquiera en mi pensamiento y si algún día llega esa hija que mis padres tanto anhelan, sólo un nombre puede tener: Isabella.



Las Berenjenas especiadas las he sacado del magnífico blog "El Comidista

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